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‘Mi vecino Totoro’ de Hayao Miyazaki

‘Mi vecino Totoro’ de Hayao Miyazaki

Cuando la infancia se vuelve un puente entre el mundo real y el de los espíritus

Hay películas que no necesitan gritar para decirlo todo. Mi vecino Totoro (1988), de Hayao Miyazaki, es una de esas joyas que susurra verdades profundas con la suavidad del viento entre los árboles. No hay villanos, ni batallas épicas, ni finales grandilocuentes. Y, sin embargo, deja una huella duradera. Como un recuerdo cálido de cuando todo parecía posible… incluso que un espíritu del bosque se hiciera tu amigo.

La historia gira en torno a Satsuki y Mei, dos hermanas que se mudan con su padre a una casa rural en Japón, mientras su madre está hospitalizada por una enfermedad. Lejos de lo urbano, descubren un mundo lleno de misterio, naturaleza y pequeñas maravillas que solo los niños —y Miyazaki— pueden ver con tanta claridad.
Ahí, en lo más profundo del bosque, encuentran a Totoro: un ser enorme, peludo y silencioso, mezcla de criatura mitológica, guardián y peluche cósmico. Totoro no les habla con palabras, pero les ofrece lo más importante en tiempos de incertidumbre: compañía, magia y consuelo.

Lo más bello de esta película es cómo retrata la niñez sin infantilismos. Miyazaki entiende que los niños no solo juegan: también sienten miedo, frustración, tristeza, enojo. Pero su forma de enfrentar el mundo no está contaminada por el cinismo adulto. Satsuki cuida, Mei se lanza sin filtros, y ambas navegan un momento difícil —la posible pérdida de su madre— con una mezcla de ternura y valentía que conmueve sin caer en la manipulación.

La animación, delicada y detallista, convierte cada paisaje en una obra de arte viva. El bosque respira. La lluvia tiene peso. El silencio, emoción. Y la música de Joe Hisaishi te envuelve como una manta tibia en un día gris.

Pero más allá de la estética, Mi vecino Totoro es una lección sobre lo que significa crecer sin dejar de soñar. Totoro no “soluciona” los problemas. No cura. No castiga. Está ahí, simplemente, para acompañar cuando la realidad pesa más de lo que un niño puede cargar solo. Y eso, en sí mismo, ya es un acto de amor.

Esta es una película sobre el asombro, el duelo anticipado, la resiliencia y la conexión con la tierra. Y también es un recordatorio poderoso para los adultos: el mundo todavía guarda magia, si aprendemos a mirar con los ojos de un niño.

 

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